Por Kim Córdova | Imágenes: cortesía de PROYECTOSMONCLOVA
Durante sus cincuenta años de carrera, Robert C. Morgan ha sido aclamado como autor, académico, historiador de arte y curador. Por décadas ha mantenido una rigurosa práctica en su estudio de manera paralela a su escritura, participando en exhibiciones en el Whitney Museum of American Art (1976), White Columns (1987), y la 49.ª Bienal de Venecia, por nombrar algunas. Sin embargo, a pesar de estos grandes logros, su prestigiada reputación como escritor es mejor conocida en comparación a sus otros modos de producción. En PROYECTOSMONCLOVA, la exhibición Robert C. Morgan: Concept and Painting destaca los vibrantes alcances artísticos del autor a través de una revisión sobre su dedicada producción.
Con una nutrida cantidad de libros e incontables artículos, Morgan es una indiscutible autoridad en el arte conceptual. En su estudio deja de lado de manera consciente metodologías predeterminadas que proyectan al artista como un investigador, cuyos esfuerzos creativos requieren del apoyo de un índice de notas al pie para ser evidenciados plenamente. En cambio, se inclina por un acercamiento al quehacer artístico que prioriza la noción de lo que existe entre el concepto y la pintura para inspirar en el espectador un momento lúcido de profundidad intrapersonal.
Las obras expuestas presentan una variedad de técnicas –entre ellas, documentación de performances corporales tempranos, caligrafía, dibujo y collage–. A pesar de las diferencias entre las mismas, todas ejemplifican un acercamiento a la pintura en donde las formas parecen cimbrar en una avivada quietud. En sus abstracciones de duras geometrías, Morgan se sintoniza con un anhelo de espiritualidad, escondido en el retroalimentado bucle de distracciones que caracteriza al presente.
Rumias filosóficas sobre la presencia, la ausencia, el espacio, el gesto y las jerarquías organizacionales, toman el centro del escenario en las pinturas y los dibujos de Morgan, los cuales operan bajo un estricto enfoque. Su firme austeridad exige que los espectadores confronten y reexaminen nociones preconcebidas sobre lo que el arte contemporáneo, asumen, debe ser (y mucho menos hacer). Morgan resalta los valores, prioridades, y distracciones que constituyen las construcciones espaciales y sociales post-internet, al rechazar la adopción de una postura reaccionaria ante ellas. Así, despliega un paralelismo entre el espacio en la pintura y el espacio en la arquitectura, la psicología, o incluso el espacio metafórico como construcción, más que como axioma.
Arraigado en la tradición tanto occidental como oriental, incluyendo la fenomenología y el Taoísmo, la interacción entre presencia y ausencia, y entre reflexión y absorción, el trabajo de Morgan sugiere que fuerzas duales son aspectos complementarios de la misma cosa, unificados más que opuestos. Por ejemplo, aún cuando su práctica está comprometida con la abstracción, no desestima al cuerpo. En la escala de sus pinturas y dibujos, existe una sutil intimidad, elegida deliberadamente para reflejar el concepto del cuerpo en el espacio; sus performances de principios de los años setenta acentúan y plasman las fuerzas y movimientos corpóreas que constituyen sus formas. Mientras que sus obras caligráficas tempranas predicaban sobre lo gestual –como exige la forma–, sus series geométricas buscan pintar el espacio de un gesto.
Así como el filósofo Wittgenstein insiste en su Tractatus (1921) que «La forma es la posibilidad de la estructura», las pinturas de Morgan son el resultado de un concepto estructurado que, con el paso del tiempo, encuentra su coherencia en la forma. La evocación de interioridad espacial es establecida a través del uso de pigmentos metálicos que reflejan la luz al mismo tiempo en que son absorbidos hacia un terreno más oscuro, invitando al espectador a navegar sus propias paletas internas de auto-reflexión.
Estimular la intimidad a través del espacio pictórico no debe ser descartado como romántico o esotérico. La ambigüedad en este trabajo, con todo y su contraria posición al espíritu de la época, ofrece una solución eminentemente práctica al “aceleracionismo” de nuestros días. Sugiere que el cultivo de la consciencia lúcida tanto del espacio, como de uno mismo, puede llevar a un mayor entendimiento que en última instancia es, en sí mismo, personalmente satisfactorio. En vez de forzar artificialmente la filosofía o la espiritualidad en los asistentes, Morgan encuentra aún más potente el meramente desplegar los instrumentos y confiar en la audiencia. Está en nosotros tomarlos y tocar la música que nos plazca.