Porque más que sobre el dinero, la Manifesta 11 iba de las profesiones. Sobre qué significa ser artista, en qué consiste eso, y su relación con otras disciplinas. Una reflexión sobre los oficios y nuestra identificación con nuestro trabajo.
Por Juan José Santos | Todas las imágenes © Manifesta 11
Es como darse un golpe en la cabeza con el arquitrabe de la puerta nada más entrar. Esa es la sensación que te deja este concepto curatorial, en este contexto. Propuesto y desarrollado por Christian Jankowski (Gotinga, Alemania, 1968) para la undécima edición de la Manifesta, la Bienal Europea de Arte Contemporáneo. “Qué hace la gente por dinero”, es el lema de este evento que tiene lugar en una de las ciudades más ricas del mundo, Zurich, Suiza, la de los secretos bancarios y el control migratorio, en tiempos de quiebre financiero y crisis de refugiados. En eso estaba pensando, cuando en la mesa de acreditaciones me informaban sobre las peculiaridades de la Manifesta.
Estas son las secciones: dos sedes centrales, bajo el título “The historical exhibition: sites under construction”, donde se muestran fragmentos de las creaciones comisionadas junto con obras históricas, “Satellites”, las nuevas producciones realizadas por un artista y un profesional ajeno al arte, y exhibidas en lugares que representan diversas profesiones, “Pavillon of Reflections”, una construcción que flota en el lago y aloja una pantalla de cine que reproduce videos sobre las exposiciones realizados por estudiantes (denominados “detectives del arte”), y el “Cabaret der Künstler-Zunfthaus Voltaire”, ciclo de performance que tienen lugar en el mítico Cabaret Voltaire a cien años de su aparición. Son muchas cosas, les digo. “Ah, ¡y además hoy hay una Street Parade!”. Arqueé las cejas y me fui listo a descubrir cómo encajaba ese “que hace la gente por dinero” con el trabajo esparcido de los artistas.
Salí con la nariz pegada al mapa, rumbo a la primera sede central, cuando comencé a sentir unas vibraciones rítmicas bajo mis pies. Quizás movimientos sísmicos relacionados con el hecho de que los suizos son los que más se masturban de Europa. Al doblar la esquina me topé con siete señores vestidos de marineras que iban saltando por la calle al grito de “bukake”. Tras ellos, una marabunta de miles y miles de seres disfrazados que me abdujeron como si fueran una red de pesca por arrastre. Acabé a los segundos frente a un Dj que pinchaba un electrotrash saturado. Una chica convertida en Pokemon me escupió a la oreja; “Do you got em?”. Busqué en mi bolso y dudé unos segundos si se refería a “eme” de Manifesta. Miré a los ojos del Pokemon. No. Ella quería eme de eme. Fui fuerte, y en lugar de tirar al lago de Zurich la guía de la exposición y mostrar a esos jóvenes cómo se menea un crítico, opté por decir que no a todo, en plan Santiago Sierra, y ser un profesional.
Porque más que sobre el dinero, de eso va la Manifesta. De profesiones (de hecho el título inicial iba a ser “Vocaciones”). Sobre qué significa ser artista, en qué consiste eso, y su relación con otras disciplinas. Una reflexión sobre los oficios y nuestra identificación con nuestro trabajo. Sobre su valor final. Y, al fin y al cabo, un juego infantil planteado con reglas adultas. Un “jugar a las profesiones” pero sin escatimar las consecuencias.
“The historical exhibition: sites under construction”, la sección encomendada a Francisca Gavin, está compuesta por dos grandes muestras colectivas plagadas de prestigiosos nombres, como Thomas Demand, Duane Hanson, Kippenberger, Julian Opie, Ed Ruscha, Harun Farocki, Rosemarie Trockel o Sophie Calle, que conviven con las obras comisionadas de treinta artistas internacionales (entre los que no hay ningún sudamericano). Y a pesar de la disparidad, de las subdivisiones por sala, de la ausencia de un recorrido sugerido o de la precariedad o excesiva sencillez de algunos trabajos, el resultado es coherente, lúcido y, en algunos tramos, tan agudo como ácido.
Todo comienza con la selección de unos minutos de la película de Andrei Tarkovsky, “Solaris”. Escena del encuentro entre un alienígena y un astronauta, interrumpido por imágenes del cuadro de Pieter Brueghel El Viejo, “Cazadores en la nieve”. Una manera de abrir la muestra sugerente, que sitúa al espectador ante una línea temporal inasible, y transfiere su mirada en la de un extraterrestre que observa una obra de arte por primera vez. Un cuadro, el de Brueghel, que a su vez remite a una de las primeras profesiones del hombre, sino la primera. Cazador. La muestra se subdivide por salas, y con temáticas asociadas a la citada idea de la profesión. Obras más político-satíricas, como la pastilla de jabón de Gianni Motti (compuesta por grasa obtenida del centro del cirugía al que acude Berlusconi), o tan hilarante como ofensivo video del ataque de risa del ministro de finanzas suizo Hans-Rudolf Merz, otras más enlazadas con el concepto curatorial y la escena de Tarkovsky, como la versión del Space Oddity de Bowie del astronauta Chris Hadfield. Efectivamente, las dos últimas obras citadas no son obra de un artista. Otras creaciones son mucho más elaboradas, como la colaboración entre Fermín Jiménez Landa y el hombre del tiempo local: una sauna que mantiene su temperatura teniendo en cuenta las predicciones de Zurich. Dentro de la sauna, un frigorífico, que nos recuerda la frase de la canción de Dylan; You don’t need a weatherman to know which way the wind blows.
Las obras amparadas bajo el epígrafe “The historical exhibition: sites under construction”, constituyen una experiencia compacta, afinada y, por momentos, muy divertida. Hay espacio para la auto-reflexión crítica, del profesional del arte, como en los chistes de Pablo Helguera, o la caricatura de Jerry Saltz, Roberta Smith y Hans Ulrich Obrist de Megan Marlatt. Sin ocultar un intento de reflexión grave y contingente, como con la cita a la “Familia obrera” de Oscar Bony, o la obra comisionada –y la más comentada de la Manifesta- a Mike Bouchet, “The Zurich Load”, 80 toneladas de mierda, que es lo que generan los 400.000 habitantes de la ciudad por día. Al fin una obra que habla, aunque sea de manera indirecta, del contexto en el que se sitúa la exposición. La metáfora es sencilla: todos los suizos, sean ricos, o no tan ricos, autóctonos o inmigrantes, sea cual sea su profesión, forman el mismo resultado: una maloliente y oscura caca. El mensaje es tan difícil de aguantar como el olor que desprende la obra.
Salgo a tomar aire y respirar de nuevo fuera de las sedes centrales, dispuesto a darme una paliza visitando todas las muestras paralelas, “Satellites”. Piezas comisionadas a un artista en colaboración con un profesional de otra disciplina, y que se muestran en emplazamientos significativos. Estos presupuestos no se cumplen en todas las exhibiciones satelitales, con lo que me llego a plantear qué sentido tiene expandir una muestra en pequeñas y alejadas mini-exposiciones si el lugar escogido no añade o potencia el sentido de la obra, como ocurre con el video de Leigh Ledare, u otras obras de bajo impacto, como los uniformes diseñados por Franz Erhard Walther. Sí nos dan la oportunidad de apreciar aciertos como el trabajo cinematográfico de Carles Congost con el cuerpo de bomberos de Zurich, el “milagro” de ver a una atleta paraolímpica cruzar el lago en silla de ruedas, la curiosidad de investigar por dentro del cuerpo de un Michel Houellebecq artista (acción que me recordó la endoscopia intestinal que hizo Fernando Arias en el Insite del 97), o el sitio a un museo por parte de Santiago Sierra.
Encuentro un descanso en el “Pavillon of Reflections”, en el que puedo “volver a ver” las exposiciones a través de los ojos de estudiantes, difuminando, con otra lente más, la mirada supuestamente “experta” del crítico. Termino la jornada en el mítico “Cabaret der Künstler-Zunfthaus Voltaire”, cuya programación es tan frenético como caótica, quizás algo parecido (aunque recreado) a lo que la revolución original dadaísta puso en práctica hace un siglo. Saco mi bloc de notas y esbozo algunas ideas: el peso de los antecedentes de Christian Jankowski en sus trabajos con profesionales ajenos al arte, exposiciones curadas por artistas, el éxito de conceptos curatoriales simples y accesibles, el arte como forma de fraude, el sentido de la especialización y de la identificación con el oficio, Pokemon y su supuesta relación con las drogas sintéticas. Leo los textos del catálogo y traduzco una enriquecedora duda planteada por el curador; “Encuentro mucho más interesante cuando una obra de arte celebra algo –es un homenaje a algo- y al mismo tiempo socava o lo considera de forma crítica. Enfrentado a este dilema, el espectador podría preguntarse a sí mismo: ¿Cuál es la postura del artista?”
Y abandono la ciudad, con el bolsillo vacío, el corazón contento, como Marisol, y un dilema por resolver. Más allá de la pregunta que me ha propuesto esta brillante edición de Manifesta, “¿Qué hago yo por dinero”, una inversión de los términos: ¿Qué hace el dinero por mí?