Prenderle fuego a tu juguete, o congelarlo en el refrigerador, o hundirlo en el barro.
El ocio creativo de la niñez. Las voces interiores.
El asombro. Las preguntas. La concentración.
Nací en Santiago de Chile en 1978. Vengo de una familia de artistas. Crecí en una casa con muchos libros, pinturas y música. Dibujar siempre fue de mis rincones más preciados. Los libros de biografías de artistas me volaban la cabeza.
En la década de los 90 cuando era adolescente, se respiraba una suerte de despreocupación generalizada, una distensión que flotó en las calles por un buen tiempo después del triunfo del NO. Fueron años muy instructivos y de mucha dispersión en terreno, antes que aterrizara Internet en nuestras vidas.
Después de estudiar Artes Visuales y de trabajar principalmente en pintura y dibujo, empecé a interesarme en el lenguaje de los objetos y en cómo utilizarlos para construir mis imágenes. Empezó a ser recurrente para mí la impresión de que, en la avalancha de objetos de consumo creados por la humanidad, habitan muchas de las claves en torno a nuestra identidad como especie. Ahí aparecen no solo nuestras innovaciones tecnológicas y la evolución de las formas y los gustos, sino que también hay un reflejo de muchas de nuestras necesidades reales y ficticias, el poder y el miedo, la búsqueda de la felicidad, el deseo y la muerte. Solo había que ajustar la mirada y empezabas a encontrar cosas. Luego con ese material podías construir una especie de comentario de la realidad, una visión o una imagen que estuviera impregnada de ciertas ideas.
Con el tiempo, estas formas de juego se transformaron en un instrumento de práctica y reflexión, principalmente en torno a conceptos que atraen mi interés como la fragilidad mental, la adversidad, la definición de libertad, los horizontes compartidos, el uso del conocimiento, y otros rincones de la psiquis. Una caminata en los tiempos que corren.