Por Sonia Fernández Pan | Imágenes cortesía del artista
Tendemos a pensar la ciudad como una composición más o menos ordenada de edificios, carreteras, calles, plazas, puentes, túneles, rotondas y parques. Estos últimos parecen decirnos que la tradicional división entre cultura y naturaleza ha sido otra de nuestras muchas ficciones epistemológicas. Por el contrario, los demás elementos nos ayudan a seguir creyendo que el mundo nos pertenece. La ciudad es un organismo ideológico y el planeta entero parece haberse convertido en una gran ciudad en la que la materia, los objetos y las personas están continuamente en movimiento. Esta sinopsis jerárquica de elementos también entiende la ciudad como una estructura cuya función principal es el tránsito humano a través de los diferentes cuerpos que lo posibilitan. Pero existen otras configuraciones materiales de la ciudad -y del mundo- que no pueden reducirse al pragmatismo humano. Que existen a pesar de él. Como también existen modalidades de tránsito que alteran la funcionalidad espacial preestablecida de las ciudades y sus lugares y que suceden en espacios residuales. Desplazamientos para no llegar a ningún lugar en concreto. Un tránsito que opone cierta resistencia a la conversión del espacio en mercancía, transformándolo principalmente en experiencia. La experiencia de un movimiento que sí es consciente de la materialidad de la ciudad. Una experiencia que concibe los lugares públicos y los edificios como objetos en el espacio. Transitables. Esta nueva modalidad de tránsito está basada en el ritmo gracias a los ruidos y silencios que se dan en el contacto de unos cuerpos sobre otros. Como la madera que se arrastra sobre una barra de metal hasta caer al suelo de cemento sin llegar a tocarlo. Materiales que conviven a pocos centímetros pero que apenas llegan a rozarse.
Una de las cosas que se aprenden usando una bicicleta a diario es que hay objetos y materiales que de otro modo no percibimos. Se hacen presentes porque entorpecen nuestro movimiento. Las calles nunca están vacías, pero tendemos a definirlas así cuando no hay nadie caminando por ellas. Este es un juicio de valor antropocéntrico. De hecho, sólo somos conscientes de la existencia -y de la abundancia- de estos elementos secundarios cuando tropezamos con ellos. O cuando ellos se tropiezan en nuestro camino. Cuando son inoportunos. Cuando se convierten en obstáculos para nosotros. Por ejemplo, la grapa que consigue hábilmente adherirse a la rueda, clavándose completamente hasta vaciarla de aire y así cambiar de lugar aprovechando ese momento del contacto entre dos superficies altamente compatibles. Los neumáticos, por resistentes que sean, existen en un estado de peligro permanente. También existen los cristales rotos, inesperados y diseminados por la calzada, que pocas veces somos capaces de sortear con éxito para seguir indemnes hacia un destino que nunca supone el final del tránsito. Pero tampoco están rotos, a pesar de nuestra insistencia en denominarlos así. En todo caso, lo que está roto es la botella de la que generalmente proceden. Una vez rota, la botella deja de existir como tal. Deja de ser un objeto reconocible para convertirse en materia a través de objetos mucho más pequeños. Frecuentemente la materia se hace presente, ineludible, a través de un cambio de escala, de lugar o de posición. De la misma manera, los objetos se hacen más presentes cuando pierden su función original.
«Desplazamientos para no llegar a ningún lugar en concreto. Un tránsito que opone cierta resistencia a la conversión del espacio en mercancía, transformándolo principalmente en experiencia. La experiencia de un movimiento que sí es consciente de la materialidad de la ciudad.»
Las calles están llenas de una enorme cantidad de envases de plástico o de cartón. Su vida está irreparablemente vinculada al movimiento de las cosas que contienen, convirtiéndose en residuos a los pocos minutos. Siguen siendo los mismos envases, sólo que aplastados una y otra vez por el tránsito de otros objetos sobre ellos. A la manera de un chiste malo, podríamos preguntarnos qué le dice un envase a la enésima rueda que lo aplasta sin condescendencia. Incluso en el entorno material se dan los privilegios de clase y el mayor derecho a existir de unos elementos sobre otros. Es por ello que, para diferenciarlos del resto, usamos el concepto de residuo. Pero, ¿cómo sería un mundo hecho desde el protagonismo de lo residual? Este podría suceder desde una revolución de las cosas. Un materialismo histórico literal. Una sublevación material más radical que la de los propios objetos comunistas, que estaban pensados desde el potencial de la fragmentación. Una parte de un objeto que se vuelve obsoleto y que extiende su vida incorporándose a otro con posterioridad. Como el cordón de unos zapatos viejos que pasa a otros nuevos cuando los primeros se gastan irremediablemente. Pero en una sublevación de las cosas, el cordón se separaría de los zapatos, reclamando una existencia autónoma. Si los objetos tuviesen sentimientos, es posible que se echasen de menos al cabo de un tiempo. Al igual que los zapatos, ¿los cordones también funcionan por pares? ¿Existe un cordón izquierdo y uno derecho? Puede que no, que la nostalgia o las categorías espaciales sólo apliquen a los humanos. O que un cordón adherido a una pared, como un espagueti cuando supera el punto de cocción, se sienta realizado dibujando una forma que no pretende dibujar nada.
«¿Cómo sería un mundo hecho desde el protagonismo de lo residual? Este podría suceder desde una revolución de las cosas. Un materialismo histórico literal. Una sublevación material más radical que la de los propios objetos comunistas, que estaban pensados desde el potencial de la fragmentación.»
La re-utilización de la materia a través de diferentes desplazamientos objetuales sigue siendo una de las constantes del arte. Como también lo es tergiversar la función original de muchos objetos, materiales y lugares. Usar espacios que no fueron pensados para poner nada en ellos. La lógica del cubo blanco se impone frecuentemente sobre las cosas que contiene. Pero es una lógica ambigua. Su alteración es parte de ella. Aunque no sin ciertas dificultades. El cubo blanco ha sido hecho para la vista, pero no para el tacto. ¿Qué sucede entonces cuando contiene materiales que se resisten al privilegio de la mirada? Cuando hay una pared de la que no cuelga nada pero que está totalmente ocupada por algo. O cuándo las cosas se sitúan muy por encima de la mirada humana. Como la ciudad, el cubo blanco también está hecho de espacios residuales. Al igual que un parking sin coches, cuando parece vacío, el cubo blanco se convierte en forma. Es un objeto en sí mismo. Una manifestación del contexto.
¿De qué manera es posible introducir el tránsito en un lugar que parece hecho para la interrupción de la vida de los objetos y la materia? Introducir el cansancio de la madera a causa de los incontables pasos que recibe. O la memoria de los lugares que hay detrás de esos pasos. La posibilidad de imaginar una ciudad de madera a través de una porción de suelo que cuelga de una pared. Un pasamanos a pocos centímetros del suelo. Una barra de protección que se hace adicta al riesgo. Un arco de madera separado del objeto para el que fue creado. Una pared deslizante en la que nada se desliza. Una posible historia del tránsito a través de su impacto en los materiales y de la memoria de los objetos. La sonoridad del golpe. La huella que se desplaza. La misma marca en diferentes superficies.
El residuo es algo que aparece gracias al movimiento que se da entre el cuidado y el abandono. Es una alteración del foco de atención. El residuo es la prueba material de un desinterés y de una renuncia. Al desinterés humano se une la renuncia del objeto que no quiere o no puede ser lo que era antes. Un objeto que no (nos) sirve y cuya existencia estorba porque ocupa un espacio que no queremos que ocupe. Habita un lugar que, de repente, le es negado. De manera parecida, algunos recuerdos se convierten en intrusos. Sin embargo, la memoria no es algo que está localizado en un lugar concreto. Es un flujo que se activa a través de cosas, de situaciones, de lugares o de personas. Existe gracias a la necesidad material del recuerdo. Cuando las cosas se pierden, se pierde también nuestra capacidad de pensar a través de ellas. Los recuerdos habitan de manera potencial en los objetos. ¿Podría ser la memoria como una capa de cera, capaz de recubrirlo todo pero invisible para la mirada? Que no veamos un material, ¿lo convierte en invisible? ¿Son los materiales invisibles los unos para los otros? ¿Son conscientes de su existencia compartida?
El archivo ha condicionado la noción que tenemos de memoria, convirtiéndola casi en un espacio. Está inscrita en las cosas. Es una capa más de sentido en ellas, potencialmente infinita. Pero que algo sea documental no implica que sea un documento. Que nuestros recuerdos estén potencialmente guardados en los objetos no significa que los objetos nos pertenezcan. Puede que hasta posean una memoria propia, independiente de la nuestra. O una dimensión afectiva entre ellos más allá de la nuestra con ellos. Es más, podríamos ser nosotros los que pertenecemos a los objetos. Vivimos y nos movemos a causa de ellos. Son uno de los motivos de nuestro tránsito permanente. Adquirirlos, establecer un vínculo emocional o funcional con ellos, deshacernos de ellos, quizás echarlos de menos. Pero nuevamente esto es una perspectiva antropocéntrica que dota de sentido a las cosas cuando tienen una relación directa con nosotros. Como otorga de un mayor sentido a aquellos objetos que no nos acompañan en nuestro tránsito diario y que parecen capaces de tener una vida independiente a la nuestra. Son objetos que apenas se mueven y cuyo estatismo contribuye a cierta estabilidad de nuestra condición nómada. Porque en cada movimiento aparece el peligro del borrado de memoria: la posibilidad de que un nuevo recuerdo sustituya al anterior y así sucesivamente. ¿Donde está la memoria cuándo las cosas no paran de moverse? ¿Cuál es la memoria del tránsito? ¿Existe una objetualidad nómada? Uno de los efectos del hábito es la pérdida del valor de las cosas. Cuando esto sucede, una posible estrategia es alterar su función. Significar las cosas, no tanto por lo que son, sino por lo que pueden llegar a ser.
«El archivo ha condicionado la noción que tenemos de memoria, convirtiéndola casi en un espacio. Está inscrita en las cosas. Es una capa más de sentido en ellas, potencialmente infinita. Pero que algo sea documental no implica que sea un documento. Que nuestros recuerdos estén potencialmente guardados en los objetos no significa que los objetos nos pertenezcan.»
¿Cuál es la memoria de un zapato? ¿Cuántos recuerdos contiene? ¿Con cuántas superficies es capaz de entrar en contacto? ¿Cuántos lugares experimenta a lo largo de su vida? ¿Cuántas vidas conoce? ¿Cuántos materiales diferentes toca un mismo zapato a lo largo de un día? Podríamos pensar en el ser humano como aquel mamífero que usa zapatos para caminar. Y en los zapatos como aquel objeto que mejor nos conoce o como aquel que hemos convertido en indispensable para nuestro tránsito por la ciudad. Sin embargo, también existen zapatos que han extraviado su función original. O bien porque su uso todavía existe en un estado potencial; o bien porque ya no volverán a ser utilizados más para caminar. El objeto como huella y no la huella como el efecto de ese mismo objeto sobre la materia. ¿Cuál es la función de un zapato abandonado en la calle? ¿Se siente abandonado? ¿Y la de un montón de zapatos dentro de una caja? ¿Se sienten encerrados? ¿Por qué un zapato que no sirve para caminar sigue siendo un zapato? ¿Cuál es la esencia de las cosas si estas tienen sentido por los efectos que producen en el mundo? ¿Está en la forma? ¿En los materiales? ¿Podría existir una ontología que no necesita una esencia de las cosas?
Los objetos producen la historia. Son una tecnología involuntaria para la producción del tiempo. En nuestra comprensión histórica, la forma pesa más que los materiales a la hora de determinar el origen de las cosas. ¿Es posible pensar la historia desde una perspectiva material? Pensar la vida de unos zapatos a través de los materiales que los componen y no tanto desde el momento en que estos han sido fabricados o el valor social que producen. Este cambio de paradigma nos haría entender un par de zapatos como algo capaz de trascender la propia historia humana al contener diferentes temporalidades a la vez. Una historia no lineal, por estratos que se unen a través de una forma concreta, independientemente de su función. Pero es inevitable no pensar en la función de los objetos. Es casi imposible pensar en unos zapatos sin pensar en que han sido hechos para caminar. Como es casi imposible pensar cualquier cosa desplazada de su contexto habitual. Fuera de este, las cosas pierden su significado en el mundo. Sin embargo, este desplazamiento permite la aparición de nuevos sentidos que no están predeterminados por el pragmatismo del uso. Un mundo se distorsiona para que aparezca otro nuevo. Una realidad deja paso a otra. Aquí el tránsito no sucede solamente desde el movimiento sino también desde alteraciones en el significado de las cosas.